Van apenas 13 minutos de la semifinal de una copa con pinta de campeonato. Un partido que, sin ser un clásico, tiene muchos condimentos y antecedentes como para ser picante antes de empezar. Las tribunas están llenas después de que ambas hinchadas tuvieran que peregrinar por media provincia de Buenos Aires para llegar a una sede alejada casi 250 kilómetros del hogar de ambos equipos (sería bueno conocer con exactitud qué lleva a la AFA a complicarle la vida y la economía a dos hinchadas cuando podría haberse designado cualquier estadio del conurbano).
En ese instante crucial, Braian Romero, ex jugador de Argentinos Juniors pero ahora goleador de Veléz, forcejea con Román Vega en la puerta del área del Bicho. Parece ganarle la posición al defensor, que le estira desde atrás la camiseta a su adversario hasta hacerle caer de espalda. Romero no se resigna, quiere seguir jugando, extiende la pierna todo lo que puede e impacta en la canillera de Nicolás Oroz, que había llegado para ayudar a su compañero en la marca. El impacto con los tapones no causa daño pero es fuerte.
Facundo Tello, el árbitro, cobra falta del delantero y lo amonesta. Mauro Vigliano, a cargo del VAR, lo llama, le muestra el planchazo y pone a su compañero entre la espada y la pared. Con el reglamento en la mano caben las apreciaciones de imprudencia, de exceso de vehemencia, de fuerza desmedida. En el contexto de la acción y el partido, y acorde a lo que históricamente hizo del fútbol el maravilloso juego que conocemos, la amonestación parece suficiente. Tello elige no quedar expuesto: cambia la tarjeta y echa a Romero.
La desigualdad numérica le dio al partido un giro de 180 grados que no se modificaría hasta llegar a los penales. Porque si en ese ratito que llevaba la pelota rodando por el césped se había visto lo esperado: un Argentinos Juniors que tomó el balón desde el primer minuto guiado por la batuta de Alan Lescano y un Vélez más preocupado por el achique, la marca y la salida rápida de contra, la expulsión lo cambió todo.
Un equipo, dicen los que entienden del tema, puede tener uno de esos días en que nada sale de acuerdo a lo planificado, pero en ningún caso debe permitirse perder el estilo, desfigurar la imagen que ha ido plasmando con el trabajo y el tiempo. Sin embargo, esto fue lo que le ocurrió al conjunto de La Paternal. Su reconocido modo de plantear y sentir el juego, ese que viene desde el fondo de su historia, en las últimas temporadas creció bajo la dirección de Gabriel Milito y con sus variantes continuó con Pablo Guede, naufragó a partir de quedar con un futbolista más.
Vélez fue exactamente el caso contrario. “Este grupo lo pasó muy mal el año pasado, pero siempre dio la cara. Jugando mejor o peor nunca nos rendimos”, resumió el pibe Valentín Gómez, uno de los que sufrió la lucha por no descender hace apenas unos meses y en San Nicolás fue uno de los baluartes defensivos de los de Liniers. Porque tal como ocurrió en cuartos de final frente a Godoy Cruz, el conjunto de Gustavo Quinteros se vio obligado a jugar resistiendo, o mejor dicho, a resistir jugando. Y lo logró una vez más.
Lo mejor del partido
Con más aplomo en los 30 finales de la primera mitad, mientras tuvo aire no sólo para ahogar a su rival en el medio y forzarlo a saltar líneas con pases largos muchas veces sin destino y muchas otras ganados por los implacables Damián Fernández y Gómez, sino para lastimar con el empuje de Agustín Bouzat, el manejo de Claudio Aquino y el ida y vuelta punzante de Francisco Pizzini y Thiago Fernández por las alas. Diego Rodríguez debió lucirse en ese lapso realizando dos notables tapadas dobles en ese lapso, a los 23 y a los 30. Vélez padecía la ausencia de un jugador en la cancha pero alguien que no lo supiera era imposible que se diese cuenta.
Probó cambiar el rumbo Guede, pero Argentinos nunca encontraría el norte. Cayó en la maraña que le fue tejiendo Vélez -primero un 4-4-1, y un 5-3-1 sobre el final, tras el ingreso de Emanuel Mammana- y no halló la salida al laberinto. Es verdad, de tanto insistir tuvo sus chances. Fue entonces que emergió la figura de Tomás Marchiori, para sacarle un zurdazo abajo a José M. Herrera y otro a media altura a Santiago Montiel, hasta coronar su tarde con la atajada al penal de Luciano Gondou en la tanda decisiva.
Vélez llegó a una final impensada –”Era algo difícil de creer después del 0-5 contra River, pero acá estamos”, dijo Quinteros con gesto pícaro-, clasificando a los playoff casi de casualidad y pasando las dos series jugando larguísimos minutos con diez hombres. Sobreponiéndose a los problemas externos, apelando a una cantera que no deja de producir chicos que entienden el juego. Llega a la final convocando a la épica y a la emoción, conmoviendo a propios y a extraños, apelando a ese fuego inexplicable que late en el fútbol.