Mon. Dec 23rd, 2024

El morrocoyo o tequeteque es una tortuga gigante caribeña, y por analogía, en Venezuela llaman morrocoyos a los vagos y torpones. El filólogo Picón Febres definió morrocoyo, “en sentido familiar”, como “persona despaciosa o tarda en el hacer”, definición insuperable que me caía divinamente aquella mañana de hace más de 10 años, cuando me bañaba en las aguas superficiales de los manglares con la esperanza y el temor de ver algún morrocoyo de verdad, con su caparazón y sus aletas, nadando entre mis piernas. No hubo suerte: la única tortuga despaciosa y tarda en el hacer que perturbó aquel paraíso llamado Morrocoy fui yo. Me acompañaban en la perturbación unos pocos colegas escritores —algunos, poetas, más despaciosos y tardos en el hacer que yo— y unos vendedores de ostras que aprovechaban la circunstancia geográfica de que el mar solo cubría hasta la cintura para acarrear bandejas de marisco y cerveza fría que nosotros bebíamos y comíamos con el placer morboso de infringir todas las normativas sanitarias vigentes en el mundo. A lo mejor nos mataba una de esas ostras, tan lejos de cualquier hospital, pero qué hermosas serían nuestras últimas vistas: Morrocoy bien valía una gastroenteritis.

Estábamos allí para un festival literario en el que España era el país invitado de honor. Venezuela era ya entonces un destino cultureta muy disuasorio: la ruina financiera, la crisis política eterna, la violencia, la inseguridad y, sobre todo, la salida a escape de las grandes editoriales —que habían liquidado el que otrora fuese un mercado librero potente sostenido por una clase media culta— se lo ponían muy difícil a los organizadores de saraos literarios. Habían invitado primero a los grandes escritores españoles, sin éxito. Luego intentaron atraer a los escritores españoles medianos, también sin éxito. Y al final, para representar al Reino de España, montaron un cartel con un grupo de autores emergentes, que es el eufemismo gremial de pringadillos (para que lo entiendan: es como si la selección sub-21 fuera a un campeonato en lugar de la Roja absoluta, y no porque el campeonato sea para jóvenes, sino porque ningún mayor quiere jugarlo).

Así que mientras los escritores de primera cenaban en Fráncfort o en Miami, los miembros de la versión AliExpress de la literatura española de aquel año comíamos ostras en Morrocoy y nos hacíamos amigos para siempre. Aquella excursión era uno de los pocos días de asueto en una agenda típica de coloquios y soliloquios. Nos escapamos en coche hacia el norte, y cuantos más kilómetros hacía el vehículo —conducido por la hija de un gran poeta venezolano—, menos nos importaban las tendencias actuales de la narrativa en español o las aportaciones a la comprensión poética entre las dos orillas del Atlántico o cualquier otro título de mesa redonda que nos hubiera ocupado en los días previos. Cuando nuestra anfitriona se detuvo ante un puesto callejero de fruta y llenó el maletero de mangos, guayabas y otras maravillas que no sabría nombrar, nuestro lugar en el canon y las diatribas entre defensores de la ficción y la verdad nos parecían ya chorradas teológicas tan grandes como la parusía o el motor primero. ¿A quién le importa su carrerita literaria cuando los peces de colores le hacen cosquillas en los pies?

A nadie, salvo a uno. Hubo una persona que, bajo ese sol morrocoyo y despacioso, quiso aprovechar la circunstancia para hacer negocios, como el Sazatornil de La escopeta nacional. Había estudiado a toda la comitiva y comprobó que, aunque éramos de saldo, podía colocarnos unos porteros automáticos. El que menos era periodista y podía darle un hueco en un programa o una mención en un periódico, y el que más era gestor cultural y podía invitarle a dar una charla a un pueblo de Ourense o alrededores. Y este conocía a este otro que era un editor, por lo que convenía trabajárselo para colocarle un manuscrito, porque nunca se sabe. El buen hombre no descansaba ni un segundo. Estaba decidido a salir de Venezuela con contrato firmado y medio Premio Cervantes en la maleta, y nosotros éramos sus rehenes. En cuanto nos admirábamos de la forma retorcida de un árbol que parecía flotar sobre el agua o intentábamos contar los cien tonos de azul que tiene allí el mar, él nos hablaba de lo bien que encajaría su manuscrito en la editorial X y nos preguntaba qué había que hacer para que te reseñara el crítico Y.

Vaya turra, amigo.

Byung-Chul Han aún no era famoso, y los libros sobre la vida lenta y la tiranía de la productividad no ganaban premios ni tenían lectores. Ni siquiera se había reeditado el Walden en condiciones, así que carecíamos de argumentos o citas de autoridad para acallar al trepa. Sin palabras, acordamos ahogarle y abandonar su cuerpo en los manglares, como alimento para morrocoyos o tequeteques, pero nuestra anfitriona, pacifista ella, nos disuadió del crimen, recordándonos que en ese parque nacional estaba prohibido dar de comer a la fauna salvaje. ¿Qué podíamos hacer? Aquel mundo prepandémico era neoliberal y meritocrático sin complejos. Los raros éramos nosotros. Debíamos compadecer la ambición infatigable de aquel tipo, desaprovechada entre esa recua despaciosa y tarda en el nadar. Te has equivocado de sitio y de personas —deberíamos haberle dicho—, no vas a rascar nada de estos autores emergentes que solo aspiran a ser sumergentes en el mar de Morrocoy.

La paradoja que yo desconocía era que aquel viaje iba a ser importantísimo para mi carrera. Sin él no habría escrito La España vacía, por ejemplo. Pero yo no tenía forma de saber lo decisivos que iban a ser algunos de los personajes con los que me reía cada noche al fresco venezolano, y si lo hubiera sospechado, lo habría echado todo a perder. Si algo aprendí en aquel baño con ostras y cervezas fue que la única vida posible es la despaciosa y tarda en el hacer. Las brazadas que di para dejar de oír la tabarra del amigo ansioso me llevaron a un presentismo radical. Si estás en Morrocoy, estás con todo el cuerpo. En cada Morrocoy, tus expectativas nunca deben ser más amplias que el horizonte que te enmarca. Vivir no tiene propósito ni sentido, tan solo es una constatación del ser, una manera de saber que el aquí y el ahora son aquíes y ahoras cuya elusión solo expresa estupidez. En otras palabras: no hay prórrogas, mañanas, promesas o planes. Toda la semántica del futuro es la ansiedad que ciega el presente, que no es inaprensible como creen los filósofos, sino la única existencia disponible. Distraerla por querer ser tiburón o piraña en lugar de una tortuga despaciosa es una atrocidad cotidiana y trágica que cualquiera puede evitar sin necesidad de viajar a Venezuela.

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