Gallery Hostel Madrid abrió a finales de agosto como uno de esos nuevos alojamientos turísticos donde las habitaciones son sustituidas por “cápsulas”, montadas unas encima de otras como un almacén de personas. La publicidad de estos negocios y algunos reportajes de prensa los presenta como una alternativa “futurista”, inspirada en los hoteles de ese tipo en Tokio, una megalópolis donde cada metro cuadrado de espacio vital es un privilegio. Se supone que el público objetivo de estas colmenas son los mochileros y otros viajeros poco exigentes, pero en mitad de una grave crisis habitacional en la capital de España era esperable que tarde o temprano estas colmenas fueran a ser habitadas por gente que no encuentra alojamiento asequible.
La recepcionista es Eva, una universitaria de 22 años que atiende tras un mostrador en un vestíbulo que hace también las veces de comedor y cocina para uso de los huéspedes. Conduce al visitante al interior, donde abre la puerta de una sala de unos 150 metros cuadrados que alberga 36 cápsulas, 24 individuales y 12 dobles. En total aquí caben 48 personas. Es media tarde, no se oye a nadie y es difícil aventurar si estas cajas de madera “Nordic style” contienen seres humanos. Cuando cae la noche, llegan los ocupantes. Algunos vuelven de pasear. Otros, de trabajar.
Uno de los moradores es Luis Miranda, de 57 años, profesor de hostelería en cursos de Formación Profesional, FP. Acaba de regresar de impartir clases en una escuela cercana y cena en el comedor un vaso de vino y la comida cocinada por él de uno de los tuppers que guarda en la nevera. Cuenta que llegó aquí la segunda semana de octubre y paga 26 euros por noche, con desayuno incluido. Es uno de varios profesores de provincias que pasan aquí los días laborables y vuelven “a casa” los fines de semana. En su caso regresa a Cáceres, donde viven su mujer y sus tres hijos. “Hay otro profesor de un instituto de FP que viene de Almería y lleva aquí algo más que yo”, añade. “Y también hay una profesora de bellas artes de la Complutense que viene de Galicia”.
Desde otra mesa escucha la conversación Thierry, quien dice ser un diplomático congoleño que estudia un doctorado en la Carlos III. Ha abonado una mensualidad hasta mitad de diciembre. “Busqué un piso y me di cuenta de que para alojarse en Madrid hay que pagar 700 u 800 euros”, dice el estudiante africano mientras cena una ensalada preparada por él mismo. El hostal le ha hecho un precio especial por su estancia que él no quiere revelar.
Thierry, que pide omitir su apellido porque le incomoda el asunto, encontró este sitio después de buscar desesperadamente en el loco mercado inmobiliario de la capital. Cuando hizo su reserva, no sabía qué quería decir eso de “cápsulas”. Se desplazó hasta el lugar, en uno de los barrios trabajadores de Carabanchel, con sus calles estrechas y sus edificios sesenteros de ladrillo rojo y toldos verdes. Gallery Hostel está en la calle Solana de Opañel 20, lejos del circuito turístico, a más de media hora en Metro de la Puerta del Sol. El local se encuentra en los bajos de un bloque de pisos (según los vecinos, llevaba vacío más de 15 años) y su exterior es un espejo donde los dueños han pegado palabras sueltas, en inglés y español: “Trabajo”, “Dreams”, “Dormir”, “Shower”, “Descanso”. Un dibujo de hexágonos amarillos es la única pista de que aquí se duerme en una colmena. Thierry entró, vio las cápsulas y se quedó.
―¿Y qué te parece?
―Me parece bien. En tiempos modernos ya no se buscan espacios amplios.
430 euros al mes
Los hostales cápsula están de moda. Según artículos de prensa, han aparecido en los últimos cinco años en grandes ciudades como Madrid, Barcelona, Bilbao o Sevilla. Con ellos, los inversores inmobiliarios pueden sacar más dinero por sus metros cuadrados que con un alquiler corriente o uno de tipo Airbnb. Clientes dispuestos a meterse en una caja no les faltan. Algunos son viajeros curiosos con planes de ocio, pero otros aceptan estándares menores con tal de tener un techo, o mejor dicho una caja.
El problema es que las leyes no permiten el uso residencial de los hostales. El decreto que los regula en Madrid solo autoriza estancias de carácter temporal, computadas por días. Para estancias largas hay que cumplir las normas urbanísticas de la capital, que definen los requisitos mínimos de una vivienda: estancia-comedor, cocina, dormitorio y baño, y una superficie útil igual o superior a 40 metros cuadrados, indica José María Ezquiaga, exdecano del Colegio de Arquitectos de Madrid. “Estas regulaciones tienen una larga tradición”, apunta. “Durante la postguerra ya había límites para impedir que Madrid fuera reconstruido con infravivienda”. A pesar de esto, los dueños caen en la tentación de permitir que las cápsulas se usen para larga duración. Este periódico ha comprobado que Gallery Hostel ofrece estancias mensuales de 430 euros.
En Gallery Hostel no hay mucho que hacer aparte de dormir. Los huéspedes tienen acceso a una taquilla individual y a siete duchas de uso compartido. En el espacio común no hay televisión, ni suena música. De las paredes cuelgan unos cuadros con estilo moderno, un mapa del mundo, una bicicleta y unos neones. El techo tiene un aire industrial, con las vigas al descubierto, como si los dueños no hubieran querido o podido disimular el aspecto de barracón.
Luis, el profesor de Cáceres, suele quedarse en el comedor después de la cena hasta altas horas de la madrugada. A veces entabla conversación con otros inquilinos. Otras veces abre su ordenador portátil y se pone a corregir exámenes. Esta noche de un día entre semana todo el mundo se ha metido pronto en su cápsula. Eva, la recepcionista, se marchó a su casa en Leganés a las diez y el lugar queda desatendido hasta las ocho de la mañana, cuando tome su lugar un compañero. En ocasiones, si llega alguien o pasa algo, Luis resuelve el problema.
Entra al local un joven que está siguiendo en su móvil las instrucciones para hospedarse y vive la experiencia como una aventura. Ha introducido un código para abrir la puerta de la calle, ha desbloqueado una caja con candado junto al mostrador para retirar la tarjeta-llave de tipo imán que le servirá para abrir la cápsula y ahora pide ayuda sobre qué debe hacer a continuación.
―¿Qué número tienes?―, pregunta Luis.
―La cápsula ocho.
―Pues mira, abres esta puerta y tienes unas taquillas por si tienes que meter algo.
―Nada―, le contesta el joven, que llega con las manos vacías.
―Pues pasas adentro y tienes las cápsulas, buscas la tuya y arrimas la tarjeta.
―¡Esto me gusta porque es igual que un escape room!
Luis cuenta que esto de las cápsulas no es para todo el mundo. “Hace unos días, un chico se agobió y se fue”. Las cápsulas miden unos dos metros de largo, uno de ancho y uno de alto. Contienen un colchón, una manta, un espejo y un panel con una luz interior que puede cambiar de color al gusto del usuario (azul, rosa, verde, blanco y amarillo). Una vez dentro, el ocupante puede cerrar la puerta de madera corredera hasta que suena un clac. Para salir, debe pulsar un botón. Un ruido electrónico indica que el candado se ha desbloqueado. Luis cuenta que la gente “flipa” cuando les dice que se está quedando en una cápsula. “Yo la verdad que estoy a gusto”, les dice. “Es un sitio confortable y limpio”.
Luis trabaja como profesor interino cubriendo una baja, y no sabe cuánto tiempo le queda en Madrid, así que esta opción le conviene porque le permite reservar por semanas o quincenas y es más barata que otros establecimientos de habitaciones compartidas en la capital. “Hay hostales que te cobran 70 u 80 euros por una noche”.
Como tiene coche propio, cuando vuelve a Cáceres anuncia el viaje en Blablacar y tiene la oportunidad de oír los lamentos de muchos cacereños amargados por los precios de la vivienda en Madrid. “Todos, todos, todos comparten piso. No hay nadie que tenga piso propio. Esta ciudad es imposible”.
Pasadas las dos de la mañana, la colmena permanece en absoluto silencio. Él sigue en el comedor corrigiendo exámenes, iluminado por la pantalla de su ordenador.
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