Sun. Dec 22nd, 2024

Hay un nexo que une al Arsenal, el Paris Saint Germain y el Bayern de Munich, tres de los equipos de fútbol más importantes del mundo: todos tienen acuerdos de patrocinio con el Gobierno de Ruanda para promocionar al pequeño país africano como destino turístico. En camisetas de jugadores y carteles publicitarios, el logo Visit Rwanda goza de alta visibilidad en estadios europeos con gran pedigrí. El mismo reclamo lleva cuatro años apareciendo por doquier en los playoffs de la Basketball Africa League (una franquicia de la NBA), que desde 2021 se disputan en Kigali, la capital de Ruanda. Una ciudad que el próximo año acogerá el mundial de ciclismo en ruta. Y que, a medio plazo, aspira a celebrar un evento mucho más ambicioso: el primer Gran Premio de Fórmula 1 que, en caso de que las negociaciones lleguen a buen puerto, tendrá lugar en suelo africano.

Según el régimen del presidente Paul Kagame, en el poder en Ruanda desde 2000, esta fiebre del oro deportiva responde a un minucioso plan para favorecer la inversión y atraer visitantes. La versión oficial habla de una apuesta estratégica que consolide al país como potencia africana en el deporte global, de un eje de desarrollo que, al igual que el énfasis en la tecnología (otro pilar ruandés de bonanza a largo plazo), traerá riqueza y bienestar. Para Human Rights Watch y otras organizaciones internacionales de derechos humanos, se trata, por el contrario, de una operación cosmética: utilizar el glamour de la alta competición con el fin de tapar las miserias autoritarias del régimen. Cuerpos vigorosos y pasión deslumbrante para camuflar —o que no se note tanto— la falta de libertades. La práctica conocida como sportwashing.

A Simon Chadwick, autor de The Geopolitical Economy of Sport, no le gusta el término, un neologismo cuyo uso habitual fecha en no más de una década, cuando se acuñó para denunciar el lado oscuro de los fastos deportivos en dictaduras petroleras como Qatar o Arabia Saudí. Chadwick admite que Ruanda se está sirviendo, “como todo el mundo, del deporte para generar una actitud global positiva hacia el país”. Pero estima que esta política corre paralela —de alguna forma supeditada— al objetivo esencial de fomentar el desarrollo.

Para Michela Wrong —cuya obra Do Not Disturb (No molestar), muy crítica con Kagame, recibió elogios del novelista John Le Carré— “resulta obvio” que el fin de este empeño por el deporte se sitúa en el terreno “del branding [creación de marca]” para un Estado que vende una historia de éxito tras “resurgir de las cenizas del genocidio de los años 90″. En el relato de una Ruanda “feminista, progresista y ecologista”, afirma Wrong, las fotos de “futbolistas famosos abrazando a gorilas junto a Kagame” vendrían a poner el broche de oro. Un lavado de imagen en el que, añade la autora británica, concurren además las pulsiones megalómanas del presidente ruandés: “Le encanta el lujo, las alfombras rojas y que se hable de él todo el tiempo”.

Motivaciones aparte, sorprende que un país con menos de 1.000 euros de PIB per capita esté destinando cantidades obscenas a patrocinar a clubes de fútbol muy ricos y a la organización de eventos deportivos muy caros. Existe una diferencia notable entre Ruanda y un país como Qatar: a la primera no le sobran petrodólares para gastos que a algunos se antojarán superfluos o, cuando menos, poco prioritarios.

Figura insigne de la oposición ruandesa, con años de cárcel por motivos políticos, Victoire Ingabire lamenta, en una conversación con este diario, que ese dinero “no se dedique a educación o agricultura, donde trabaja el 80% de la población, o a construir infraestructuras para todo el país, no solo para algunas áreas de la capital y lugares turísticos”. Ingabire no entiende que el Gobierno “pida préstamos para financiar estas inversiones, mientras en las zonas rurales se sigue viviendo en la pobreza abyecta”. Aunque no tiene pruebas, Wrong sospecha que buena parte de la suma destinada al deporte proviene del oro extraído ilegalmente en la República Democrática del Congo antes de exportarse desde Ruanda. Según un reciente documento del Gobierno de EE. UU., en estas operaciones de contrabando estarían implicados el Ejército de Ruanda y el M23, un grupo rebelde congoleño.

Nnamdi Madichie, investigador nigeriano del Bloomsbury Institute de Londres, vivió en Ruanda de 2021 hasta hace escasos meses. Allí observó el florecimiento de Ruanda como potencia africana en organización de eventos, deportivos y de otro tipo. “Cada semana hay un gran encuentro internacional en Kigali”, relata. En su opinión, la prueba de fuego para confirmar o desmentir el uso torticero del deporte por el régimen de Kagame serían los beneficios económicos que está o no reportando al país. “Si hay retorno de la inversión, no tiene sentido hablar de sportwashing”, afirma.

Madichie remite a una columna publicada el pasado año en The East African por Clare Akamanzi, ex-CEO del Consejo de Desarrollo de Ruanda y hoy directora de NBA Africa. En su artículo, Akamanzi —que no respondió a la petición de entrevista de este diario, al igual que otros cinco miembros del oficialismo ruandés— razonaba por qué invertir en deporte “tiene un impacto real en las vidas” del pueblo de Ruanda, aunque sin aportar muchas cifras. Simplemente, recalcaba que la estrategia “ha contribuido a que el país reciba más de un millón de visitantes” al año. Y añadía que, en el caso de los patrocinios con clubes de fútbol europeos, estos habían generado 150 millones de euros en valor mediático ganado (earned media value, en inglés), una métrica para calcular el éxito de las acciones de visibilización de una marca.

Admirador confeso del modelo de desarrollo ruandés, Madichie enumera todo lo que, en su opinión, el deporte está aportando al país: “empleos, infraestructuras y una economía más diversificada”. Preguntado por las necesidades acuciantes de grandes capas de la población ruandesa, este investigador sostiene que el alivio de la pobreza no puede abordarse solo con mentalidad cortoplacista, “repartiendo puñados de arroz puerta a puerta”.

Aumentando la perspectiva, Chadwick reflexiona sobre los dilemas morales que plantea hacer negocios deportivos en países que “no cumplen los estándares democráticos occidentales”. ¿Dónde está la línea roja? ¿Quién la marca? Dejando a un lado fríos cálculos económicos de equipos y organismos, incluso suponiendo que estos se preocupen realmente por los derechos humanos en esos países, ¿es mejor negarse a cualquier tipo de acuerdo con regímenes autoritarios o negociar sin muchos miramientos?

En ausencia de respuestas fáciles, Chadwick apela “al poder transformador del deporte” y cita dos ejemplos. Uno, actual: “En Arabia Saudí, un número significativo de altos cargos asociados al deporte los ocupan mujeres que hace cinco o seis años nunca hubieran imaginado que podrían llegar ahí, por mucho que la sociedad saudí siga siendo muy patriarcal”. El segundo ejemplo se remonta a los años 80: “Cuando a principios de esa década se decidió que Seul organizaría las olimpiadas de 1988, Corea del Sur era una dictadura militar. Nadie habló entonces de querer blanquear nada. Hoy es un país plenamente democrático y resulta indudable que los juegos olímpicos contribuyeron al cambio”.

El autor de The Geopolitical Economy of Sport revela otras aristas del concepto sportwashing. Matices que añaden complejidad al término y lo sumen en una nebulosa con prioridades de agenda entreveradas y posibles hipocresías en la sombra. Chadwick menciona un hecho poco conocido. “Durante el mundial de fútbol de Qatar de 2022, hubo un gran escándalo porque se prohibió que los capitanes de algunas selecciones europeas lucieran brazaletes en apoyo a la comunidad LGBT. Lo que no sabe tanta gente es que Marruecos y la propia Qatar intentaron, en vano, hacer lo mismo llamando a una Palestina libre. La mayoría de medios occidentales dieron mucha importancia a los brazaletes arcoíris e ignoraron aquellos en apoyo al pueblo palestino”.

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