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A menudo se describe una ciudad por lo que se ve en sus calles y por la peculiaridad de sus comercios, por si son distintos o si, por el contrario, logran que a mitad del paseo Madrid se te haga Barcelona, con las mismas tiendas y los mismos escaparates. En su pugna por diferenciarse, las capitales han acabado por parecerse unas a otras y apenas las distinguen el tiempo, la comida o el mar.

Ocurre que las calles son solo una parte, que es la que sale adornada y filtrada en los vídeos de las redes sociales, mientras la verdad de las ciudades se explica dentro de sus edificios: en quienes viven en ellas. Esta es una cosa muy obvia y casi parece la frase de un expresidente del gobierno, que son los vecinos los que hacen las ciudades, pero vivimos la época en que hace falta escribir lo obvio. De hecho, las capitales han crecido durante años de espaldas a ese proceso tan evidente por el que sus zonas más concurridas cambiaban las viviendas por alojamientos de un par de noches. Donde había vecinos, ahora abundan visitantes que animan la hostelería y el turismo y que, sin regulación, empujan a los inquilinos hacia periferias encarecidas.

Sucedió delante de nuestros ojos, mientras comentábamos año tras año lo caros que se habían puesto los pisos. Lo comentábamos como si eso fuera el progreso y qué se le va a hacer. Hasta que empezaron a despoblarse las avenidas más comerciales. Hasta que las visitas que llamaban al timbre eran agencias que proponían mucho dinero por inmuebles que no estaban en venta. Hasta que la señora del otro lado del rellano, tan sola en un edificio por el que no deja de pasar gente, cruzaba para quejarse de que no conocía a la mayoría de sus vecinos. Porque no lo son: son gentes de paso con un trajín de maletas.

Muchos de quienes habitan el centro de una gran urbe no conocen a sus vecinos ni saben quién hay en la puerta de al lado. Muchos viven solos en medio de un océano de personas convertido en un reclamo turístico que ha vendido su personalidad. Escenarios de TikTok que contrastan con la vida real de quienes aún aguantan, entre alquileres y letras del préstamo, en esos bloques en los que se diluye el vínculo personal y resulta tan difícil construir una idea de comunidad.

Hace unos días, las protestas en las calles retrasaron el desahucio de un profesor de matemáticas que lleva 22 años de alquiler en la Casa Orsola del Eixample barcelonés. La propiedad del edificio defiende su derecho a crear pisos de lujo y el ayuntamiento trata de encontrar una solución. Tendrá que ser ambicioso, porque más que una salida puntual lo que hace falta es un modelo que piense la cosa más obvia: que son los vecinos los que hacen la ciudad, y que esos fenómenos que parecían inevitables hijos del tiempo, como la especulación, se pueden por lo menos discutir con la sencilla fuerza de que alguien ayude a quien tiene a su lado. Eso que toda la vida llamamos vecindario.

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TURISMO DE ARGENTINA Y EL MUNDO