
Los muros blancos y rojizos del palacio de Potala, la antigua residencia del Dalai Lama, se yerguen sobre la colina ahí enfrente. Tiene algo de buque ancestral, parece un arca varada a la espera del diluvio, agujereada por decenas de escotillas. Flamean las telas tibetanas sobre las galerías. La vista se pierde en el laberinto de escaleras que se cruzan hacia el cielo en un juego óptico coronado por tejados de oro. Golpea un sol cegador a 3.646 metros de altitud. Es mediodía en Lhasa, la capital de la región autónoma de Tíbet, en los confines de China, en las faldas del Himalaya. El actual Dalai Lama abandonó esta ciudad en marzo de 1959 camino del exilio. Nunca ha vuelto a lo que considera un territorio “ocupado”.