El sector turístico resulta imprescindible para la economía de España, un país que recibió el año pasado más de 85 millones de visitantes extranjeros, solo por debajo de Francia, a la que espera superar este ejercicio por vez primera en la historia. Su aportación al PIB nacional se acerca al 13% y solo de forma directa suma más de 2,7 millones de afiliados a la Seguridad Social. Tan evidente como estos números es la necesidad de reflexionar sobre su sostenibilidad para afrontar sus efectos negativos, en especial una masificación creciente que afecta a la vida de las comunidades locales.
El catedrático balear Macià Blázquez Salom ve imprescindible un decrecimiento del sector. Para José Serrano, vicedecano de Ciencias Sociales en una universidad canaria, la industria puede seguir creciendo, pero con una gestión adecuada.
Por qué decrecer y cómo hacerlo
Macià Blázquez Salom
Si llegan cruceros turísticos o no hace día de playa, no hay quien camine por Palma, mi ciudad. Han legalizado alojar a turistas en viviendas que además se acaparan como activos financieros, lo que las encarece hasta ponerlas fuera del alcance de la clase trabajadora empleada en el turismo o la construcción, que precisamente sostienen esa industria y son dos sectores mayoritarios en España. Las playas se abarrotan, como las terrazas y los comercios, que ya no son para los residentes. Por no hablar de lo que no tiene propietario y forma parte de nuestros bienes comunes: alteramos el clima con la polución debida al transporte que sostiene la industria turística; provocamos la pérdida de biodiversidad o hacemos que los mares se calienten, acidifiquen y empobrezcan, complicando los escenarios geofísicos a los que nos trasladamos.
¿Tiene o no sentido, en este escenario, mostrar desapego a un turismo que nos despoja de bienestar y de futuro? El problema se acentúa en las islas por sus límites físicos, la fragilidad del entorno, la irreversibilidad de los daños o la dependencia del exterior. Los barrios históricos de las grandes ciudades, los resorts costeros, los enclaves de montaña más turistificados o los conjuntos patrimoniales presentan problemas de saturación semejantes. En 2023, las islas Canarias recibieron 16.210.911 turistas para una población de 2.202.048 residentes (7,4 turistas por habitante), mientras que las Baleares recibieron 17.836.630 turistas para una población de 1.197.261 residentes (14,9 turistas por habitante).
En lo que llevamos de siglo XXI, la cantidad de turistas llegados a las islas Canarias se ha multiplicado por 1,6, índice que llega a 1,8 en las Baleares. Puede que así se expliquen las manifestaciones del 20 de abril con lemas como “¡Canarias tiene un límite!”, u otras protestas históricas en las Baleares. Otros destinos competidores de características semejantes van muy a la zaga, con cifras muy inferiores: en 2023, la República Dominicana acogió 10,3 millones de turistas; Hawái, 8,9, y Cuba, 2,4, mientras que Bali no ha superado aún los 6,3 millones de turistas que alcanzó en 2019.
Pero lo peor no es la presión demográfica. El acaparamiento y el despojo tienen raíces financieras, y marginan y expulsan por razones de renta, una situación favorable únicamente a quien pueda permitirse pagar precios desorbitados por invertir en lugares tan preciados.
Ante un escenario previsible de fin del turismo barato, bien sea por el encarecimiento de los combustibles bien por la proliferación de fenómenos meteorológicos extremos, la solución no es que solo puedan hacer turismo quienes se puedan permitir un derroche. Competir por el turismo de lujo, mal llamado de calidad, agrava la desigualdad con mayores registros de consumo energético y de materiales per capita. La distopía del turismo solo para unos pocos lleva el cuño del elitismo, el retraimiento social y el individualismo, hasta el extremo de defender privilegios por medio de la xenofobia. La alternativa que habrá que explorar, bien sea por gusto o por la fuerza, es el decrecimiento, que se fundamenta en la necesidad de contraer el consumo, pero haciendo converger su distribución para promover la igualdad.
Ya utilizamos instrumentos de ordenación territorial y turística que ahora toca defender en un contexto de desprecio de los mecanismos de regulación pública: la Ley de Costas, las denominadas “moratorias” que regulan la oferta de alojamiento turístico, los acuerdos para limitar la capacidad de aeropuertos y puertos, el turismo social o la dotación pública de espacios recreativos al aire libre para promover la convivencia que hagan menos deseable tener que desplazarse para aliviarse de la opresión del día a día.
El turismo, entendido como la organización social del ocio en el tiempo y el espacio, forma parte de una utopía a perseguir. Lo deseables son la proximidad, la cotidianeidad y el compromiso con la sostenibilidad de todo lo que nos es común.
Una cuestión de planificación
José Serrano
La reciente ola de protestas en Canarias ha lanzado una alerta sobre los efectos del turismo masivo, marcando lo que parece ser un punto de inflexión crítico tanto en esa comunidad como extrapolable a todo el país. Este fenómeno nos obliga a reconsiderar y reevaluar nuestra percepción y la gestión de la industria turística, que ha sido durante mucho tiempo una fuente vital de ingresos y un catalizador del desarrollo económico. No obstante, es fundamental abordar las preocupaciones válidas y lógicas que surgen en torno a esta actividad sin desacreditar por completo una industria que sustenta economías enteras y que ha sido un pilar fundamental para el progreso en zonas con limitadas alternativas de desarrollo.
Un enfoque equilibrado puede transformar el turismo en un vehículo de desarrollo sostenible y beneficio mutuo. En todo el mundo, destinos turísticos icónicos, desde Venecia hasta Bali, afrontan desafíos similares: infraestructuras sobrecargadas por la afluencia masiva de visitantes, incrementos significativos de precios que afectan principalmente a los habitantes locales y una calidad de vida que parece decrecer ante la presión turística. Muchos destinos en España no son una excepción a estos fenómenos, y estos desafíos subrayan una verdad incómoda: el turismo no es inherentemente beneficioso ni perjudicial por sí solo. Su impacto depende directamente de cómo se planifique, regule y ejecute.
En el centro de la controversia está la turismofobia, un término que deriva no solo de un exceso de visitantes, sino de una gestión inadecuada y de políticas que no han escalado al ritmo de crecimiento vertiginoso de la industria. Este rechazo creciente refleja una gestión que ha priorizado los beneficios económicos inmediatos por encima de la sostenibilidad a largo plazo y el bienestar de los residentes.
Frecuentemente, el turismo es percibido como el catalizador de problemas preexistentes, como la especulación inmobiliaria y la erosión de la cultura local. Sin embargo, estos problemas son a menudo indicativos más de políticas de planificación deficientes que del turismo per se. Por ejemplo, la falta de regulación en el alquiler vacacional y la escasez de vivienda asequible para los residentes son problemas que, aunque amplificados por el turismo, no necesariamente tienen su causa exclusivamente por él. Son aspectos que requieren una atención urgente y soluciones innovadoras para garantizar que el turismo pueda coexistir armoniosamente con las necesidades de las comunidades locales.
Así, la sostenibilidad debe ser el núcleo de cualquier modelo turístico renovado. Esto significa no solo proteger el medio ambiente, sino también asegurar que los beneficios económicos del turismo se distribuyan equitativamente entre todas las partes interesadas. Desarrollar ecotasas, como se ha propuesto en Canarias, puede resultar una forma efectiva de recaudar fondos para mitigar los impactos ambientales. La regulación del mercado de alquiler vacacional podría ayudar a controlar los precios de la vivienda y garantizar que los residentes locales no se vean desplazados por la inflación generada por la demanda turística.
Para mitigar los efectos negativos del turismo y promover un desarrollo más inclusivo y equitativo resulta esencial involucrar a las comunidades locales en el proceso de toma de decisiones. Esto incluye desde la planificación urbana hasta la gestión turística, pasando por una mayor educación y formación en hospitalidad y gestión sostenible del turismo que puede empoderar a las comunidades locales, permitiéndoles beneficiarse directamente del turismo.
En conclusión, el turismo no debe ser visto únicamente como el villano en la narrativa del desarrollo económico. Con una gestión adecuada y políticas bien diseñadas, tiene el potencial de ser una fuerza para el bien, promoviendo la conservación cultural y ambiental y un desarrollo económico inclusivo. Es el momento de reimaginar el turismo, no como una amenaza, sino como una oportunidad de garantizar un futuro próspero y sostenible para todos los implicados.